Tú no estabas en Gaza, pero yo sí
Cuando matar ya no avergüenza
Han cruzado todas las líneas. Las líneas del derecho, de la ética, de la humanidad. En la Franja de Gaza ya no se muere: se ejecuta. Se fusila a la desesperación con balas que no distinguen entre brazos alzados y armas. Se ametralla el hambre. Se bombardea la espera. Nadie se avergüenza de matar ni de saber que se se mata. Que se programa el asesinato, y se celebra. El de los niños que mueren de hambre silenciosamente, el de los anciano, el de los enfermos, el de los discapacitados. Todos sobran, ni producen, ni sirven ni proporcionan beneficios, ¿Para qué los queremos?
Según revelaciones del diario Haaretz, soldados del ejército de ocupación del ente colonial sionista que no es otra cosa que un proyecto de supremacismo armado— han confesado disparar de forma deliberada contra civiles palestinos desarmados que esperaban ayuda humanitaria. No lo negaron. No lo disimularon. Al contrario: lo explicaron con naturalidad. “Nuestra forma de comunicarnos es disparar”. ¿Cabe mayor obscenidad?
Los soldados entrevistados reconocen que las víctimas no eran combatientes ni representaban amenaza alguna. Eran madres, niños, ancianos, hombres famélicos esperando arroz. El crimen fue tener hambre. Según estos mismos testimonios, más de 550 palestinos han sido asesinados mientras hacían cola para recibir alimentos, y más de 4.000 han sido heridos. Uno de los militares lo describía sin titubeos: “Esto es un campo de muerte. Cada día matan entre 1 y 5 personas en mi zona de servicio. Los tratan como enemigos. No usan gases lacrimógenos ni métodos antidisturbios, solo ametralladoras pesadas, lanzagranadas, morteros y cualquier arma imaginable”.
Y que nadie se atreva a llamarlo error. No hay errores en órdenes tan claras como las que relatan los soldados: “Hubo una orden directa de abrir fuego”. La matanza no es un daño colateral. Es una estrategia. Es la doctrina del terror como herramienta de control colonial. Los disparos no vienen en respuesta a ataques —lo dicen los propios verdugos—: “No vi un solo caso de disparos en respuesta. No hay enemigos, ni armas. La gente busca ayuda bajo fuego de tanques, francotiradores y morteros”.
Lo que ocurre en Gaza no es una guerra. Es una masacre planificada. Una limpieza étnica meticulosa. Una pornografía de la crueldad en directo. Y si alguien aún se atreve a hablar de “ambigüedad”, de “contexto”, de “complejidad”, le diré que es cómplice. El contexto no justifica el crimen. La complejidad no exculpa al asesino. Y la ambigüedad es el perfume que usa el cobarde para disimular su podredumbre moral.
Nos escandalizamos de los campos de concentración nazis. Escupimos sobre la memoria de los dictadores. Pero el presente nos pasa por encima mientras seguimos subiendo fotos a Instagram. El futuro nos juzgará por esto. No nos quepa duda. Porque mientras los cadáveres se apilan bajo el polvo de Gaza, Europa se lame las manos. Calla. Y el silencio, lo repito una vez más, es el lenguaje del verdugo.
El ente colonial sionista ha traspasado un umbral sin retorno. Ha institucionalizado el asesinato. Ha normalizado la ejecución sumaria. Y, lo que es peor, lo ha hecho con la bendición de los que se llaman civilizados, demócratas, progresistas. Las imágenes están ahí. Las cifras también. Pero aún hay quienes dicen: “No es tan sencillo”. Claro que no es sencillo. Lo sencillo sería tener vergüenza.
Nos dicen que protestar es antisemitismo. No. Antisemitismo es matar a un judío por serlo. Lo que se está denunciando aquí es el genocidio sistemático de un pueblo por parte de un proyecto colonial racista, armado hasta los dientes y amparado por las potencias que antaño juraron “Nunca más”. Y que se siguen proclamando democráticas. Los asesinatos de los criminales sionistas son democráticos.
Es hora de elegir bando. Porque no se puede estar con los niños bajo las bombas y con quienes aprietan el gatillo. No se puede estar con los derechos humanos y con quienes los pisotean como escombros. No se puede ser feminista, comunista, socialista, decente —ni siquiera humano— y mirar hacia otro lado.
Por eso escribo. Por eso grito. Porque yo estuve en Gaza.
No estabas en Gaza, pero estabas
No estabas en Gaza,
no oíste el crujir de los huesos
bajo el hormigón que cae como sentencia,
no oliste la carne de niño
quemada con fósforo blanco,
ni recogiste pedazos de madre
esparcidos por la calle como basura.
No estabas.
Pero estabas.
Estabas cuando no escribiste,
cuando pasaste de largo,
cuando no gritaste,
cuando dijiste:
«Esto es complicado»,
como si la muerte de mil niños
fuese un matiz diplomático.
Estabas cuando callaste
por miedo a incomodar,
cuando pesó más tu plaza fija,
tu ascenso,
tu selfie,
que el llanto estrangulado
de un pueblo sin cielo.
Y un día vendrán,
tus hijos,
tus nietos,
con la historia en la mano,
con las cifras,
con los vídeos,
con las tumbas.
Y preguntarán:
“¿Tú qué hiciste cuando bombardeaban Gaza?”
Y no sabrás responder
porque no hiciste nada
y lo sabes.
Porque estabas.
Con tu silencio.
Con tu tibieza.
Con tus frases de Instagram
y tu conciencia de saldo.
Y ese día,
cuando tus nietos vean tus ojos
y busquen un gesto digno,
no lo hallarán.
Verán solo la sombra
de lo que pudo ser
y no fue,
porque fuiste cobarde
cuando el mundo necesitaba valientes.
Lidia Falcón
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Lidia Falcón O’Neill es autora de numerosos artículos, que pueden consultarse en la siguiente dirección