La agresión imperialista: Trump, Venezuela y la hipocresía del poder
El imperio se desmorona y, como todo poder senil, se vuelve más peligroso. Trump, grotesco bufón de la oligarquía, ha convertido a Venezuela en su nuevo escenario de amenazas y farsas bélicas.
El imperio yanqui, en su irreversible declive moral y político, ha vuelto a exhibir su brutalidad contra Venezuela. Donald Trump, que pretende disfrazarse de estadista y apenas alcanza a ser un bufón grotesco, ha decidido convertir a Caracas en el escenario de su espectáculo bélico. Con el histrionismo de un mal actor y la vulgaridad de un tahúr, el pasado 7 de agosto anunció la duplicación de la recompensa contra Nicolás Maduro: 50 millones de dólares por su captura, como si la dignidad de un pueblo pudiera subastarse en el mercado de baratijas del imperialismo.
No satisfecho con esa pantomima, Trump ordenó desplegar tres destructores Aegis —el USS Gravely, el USS Jason Dunham y el USS Sampson— cargados de misiles, con aviones de vigilancia y unos cuatro mil soldados. Un despliegue teatral que, bajo el disfraz de “operación antinarcóticos”, no engaña a nadie. Es el lenguaje de la fuerza, de la prepotencia senil de un imperio que ya no puede imponerse con argumentos ni prestigio y recurre al rugido vacío de su maquinaria militar.
Recientemente circularon rumores sobre el despliegue adicional del crucero USS Lake Erie y del submarino USS Newport News. Aunque Reuters informó de ello, lo hizo como otras veces, únicamente citando “fuentes informadas” sin identificación ni confirmación del Pentágono, lo que refuerza mi conclusión: es ruido sin sustento suficiente. No es una falta de veracidad absoluta, pero sí la teatralización de una amenaza sin cimientos.
Las que ya tenemos unos años y buena memoria, no olvidamos que lo ocurrido en Venezuela no está fundado sobre principios, sino sobre arrogancia imperialista histórica e interesada. No es la primera vez que agencias oficiales de EE. UU. financian operaciones encubiertas junto al narcotráfico. El escándalo Irán-Contra dejó al descubierto una verdad vergonzante: durante la guerra contra el régimen sandinista, dinero de ventas clandestinas de armas a Irán se desvió para sostener a los Contras, combinando redes de narcotráfico, contratos humanitarios y funcionarios que miraban para otro lado. Investigaciones del Senado documentaron cómo empresas controladas por narcotraficantes recibían millones en fondos del Departamento de Estado. Ese es el imperio: una fuerza que pregona la guerra contra las drogas mientras financia la guerra con drogas, una arrogancia envuelta en doble moral y cinismo burocrático.
Venezuela respondió con dignidad. Maduro movilizó a 4,5 millones de milicianos, una decisión que, más allá de la cifra, representa la voluntad firme de resistir. Porque el pueblo venezolano ya sufre desde hace años una guerra silenciosa: sanciones que bloquean medicinas y alimentos, embargos que estrangulan la economía. Ahora, además de sanciones y amenazas navales, el Gobierno anunció un despliegue doméstico real: según reportes del 26 de agosto, 15.000 efectivos, patrullas navales y drones han sido desplegados en aguas del Caribe y cerca de la frontera con Colombia para enfrentar al narcotráfico. Es una respuesta autónoma digna de destacar.
En paralelo, EE. UU. ha escalado tácticamente su ofensiva: entre junio y agosto, la Guardia Costera interceptó una cantidad récord de drogas—más de 34 toneladas valoradas en 473 millones de dólares—en el Caribe y el Pacífico, con apoyo naval y terrestre de alto nivel. Esa operación ratifica que, más allá de la retórica militar, la caza de carteles se ha convertido en un show global con fines políticos internos.
Resulta imposible no señalar la obscenidad del doble rasero. Mientras Venezuela es convertida en caricatura de Estado criminal, Israel bombardea impunemente Gaza, asesina niños frente a las cámaras y recibe como premio un aumento en la ayuda militar de Washington. Nadie ofrece recompensas millonarias por Netanyahu, ni se envían destructores para frenar sus crímenes. El imperio escoge a sus enemigos según sus intereses geopolíticos, no según los crímenes injustos que cometen.
Trump, con su inagotable colección de gestos vulgares y palabras rimbombantes, pretende convencernos de que Venezuela representa un peligro global. Lo que es una grosera mentira. Venezuela tiene demasiado petróleo y tierras raras para que EEUU la ignore, y los venezolanos son demasiado orgullosos de su sistema socialista que ha conseguido sobrevivir al acoso, la persecución y el bloqueo del gendarme del mundo que cree que puede controlar impunemente países y pueblos y disponer de sus recursos sin control. Porque lo que realmente le aterra es un país que conserva su soberanía, que controla sus recursos y que no se arrodilla ante Wall Street. Por eso recurre al lenguaje de los bribones de feria: gritos, amenazas y bravatas, para ocultar la fragilidad de un imperio en decadencia. Porque Estados Unidos se tambalea en sus propias contradicciones, y Trump, con su grosería pintoresca y su egolatría de opereta, no hace más que escenificar esa decadencia.
Y no nos engañemos: lo que ocurre en Venezuela no es un episodio aislado. Es un ensayo general. Hoy es Caracas, mañana podría ser La Habana, Managua o Ciudad de México. Es la doctrina Monroe desempolvada por un charlatán que ansía rescatar la Pax Americana montada sobre portaaviones. La historia de Guatemala, Chile, Irak o Libia se repite con el mismo libreto: acusar, demonizar, invadir y saquear.
Lo más penoso y denunciable es la indiferencia del Movimiento Comunista internacional y del Feminista, como la inhibición de los sindicatos, que con la aprobación de los gobiernos de “izquierda” expresada con su silencio, como el de España, que significa su complicidad, ratifica la impunidad de las acciones bélicas y hostiles del gobierno estadounidense en esta época regida por la tiranía del Presidente. Frente a ello, la izquierda mundial no puede limitarse a comunicados tibios. Es necesario señalar a las oligarquías locales que actúan de comparsas, a los medios que reproducen la propaganda del agresor y a esa “izquierda” domesticada que ofrece neutralidad en lugar de resistencia. Ha llegado el momento de decirlo sin ambages: Trump no es un líder, es un grotesco ventrílocuo del capital financiero; un actor de circo que juega con la vida de millones; un empresario de casinos convertido en aprendiz de dictador. Y el imperio que lo sostiene no es más que un coloso desdentado que confunde diplomacia con extorsión.
Quiero que quien lea estas líneas sienta indignación. Que comprenda que lo que está en juego en las costas venezolanas, en estas semanas cargadas de humo y misiles, no es solo geopolítica: es el derecho de los pueblos a existir con dignidad. Y que se entienda, también, que frente a la obscenidad del intervencionismo no cabe la neutralidad. O se está con los opresores, o se está con los oprimidos. Yo ya elegí hace muchas décadas; lo repito hoy con la serenidad de los años y la misma cólera intacta: estoy con Venezuela, con su pueblo, con su resistencia. Y todos los partidos, organizaciones civiles y trabajadoras deben mostrar su condena y rechazo a esta nueva represión de Trump, porque si callamos y sonreímos, sin importarnos la nueva agresión contra el pueblo venezolano, se hará realidad la profecía de Brecht y cuando vengan a por nosotros ya no habrá nadie para defendernos.
Lidia Falcón
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Lidia Falcón O’Neill es autora de numerosos artículos, que pueden consultarse en la siguiente dirección