Por PFE

Genocidio y Holocausto

Netanyahu y su gobierno criminal han decidido exterminar a los palestinos de la Franja de Gaza. Ha ordenado el traslado de los dos millones de personas que aún sobreviven en ese territorio, la cárcel a cielo abierto más grande del mundo, según afirmación de la ONU, a otros espacios del sur de la Franja, que ya están saturados y donde se mueren de hambre, de hacinamiento, de falta de ayuda sanitaria y de bombardeos y tiroteos indiscriminados cuando se atreven a acercarse a los puntos de distribución de comida, que como una burla cruel han dispuesto los sionistas que están llevando a cabo el holocausto de la población palestina.  

Hace ya tiempo que el Estado sionista llamado Israel ha cruzado todas las líneas rojas. Lo ha hecho con una impunidad escalofriante, sostenido por el silencio cómplice de las potencias occidentales, las mismas que se desgarran las vestiduras cada vez que alguien osa criticar a su criatura predilecta en Oriente Medio. Pero ahora ha ido más allá. Mucho más allá. Ha cruzado incluso la línea sagrada del Holocausto. Sí, han leído bien: esa palabra que encierra uno de los episodios más atroces de la historia del siglo XX, el exterminio sistemático del pueblo judío por el régimen nazi, se convierte hoy en un espejo incómodo para mirar lo que hace Israel con el pueblo palestino.

No, no es una comparación ligera. No es una provocación gratuita. Es una constatación dolorosa de los hechos. Lo que se ha perpetrado y se sigue perpetrando en Gaza, en Cisjordania, en los campos de refugiados y en las calles derruidas de un pueblo que sobrevive entre las ruinas, no puede llamarse de otra forma que genocidio. Un genocidio metódico, planificado, consentido y ejecutado con precisión quirúrgica —tan quirúrgica como los bombardeos que reducen hospitales, escuelas y hogares a polvo—. Un genocidio donde las víctimas no son cifras en un informe de la ONU, sino hombres, mujeres y niños convertidos en objetivo militar por el solo hecho de ser palestinos.

¿Dónde están ahora los guardianes de la memoria del Holocausto? ¿Dónde las instituciones que juraron que “nunca más” significaba “nunca más” para ningún pueblo? ¿Dónde la comunidad internacional que celebró pomposamente los aniversarios de la liberación de Auschwitz mientras entregaba armas, dinero y respaldo diplomático al Estado que está construyendo su propio Auschwitz contemporáneo, con drones, con muros, con checkpoints, con cortes de agua, con destrucción de cultivos, con asesinatos extrajudiciales?

El paralelismo no es insultante. Es aterrador. Porque demuestra que incluso la más brutal experiencia histórica puede ser olvidada, o peor aún, instrumentalizada. Porque revela que el sufrimiento del pueblo judío —que tanto dolió y nos dolerá siempre— ha sido apropiado como escudo para justificar la destrucción de otro pueblo. ¿Cómo se ha llegado a esto? ¿Cómo puede un Estado fundado sobre el recuerdo de la Shoah permitirse repetir los mecanismos del exterminio, esta vez en nombre de la seguridad, del expansionismo, del mesianismo colonialista?

No se trata de cuestionar la existencia del Estado de Israel, aunque también podríamos hacerlo: porque ningún Estado que base su estructura en la limpieza étnica, el racismo institucional y la negación de los derechos humanos más básicos merece el reconocimiento de la comunidad civilizada. Se trata, ante todo, de denunciar una estructura de dominación y de muerte, de visibilizar lo que la maquinaria propagandística internacional se empeña en silenciar: que lo que hoy vive el pueblo palestino es una Nakba permanente, una catástrofe sin fin, una política de exterminio que ha dejado ya decenas de miles de muertos, millones de desplazados, generaciones enteras condenadas a crecer sin horizonte.

Las armas matan. Las bombas destruyen. Los ejércitos ocupan y someten. Y sí, Israel podrá ganar con la fuerza los territorios, podrá masacrar pueblos enteros, podrá arrasar ciudades milenarias. Pero hay algo que no podrá conquistar jamás: los corazones de los pueblos del mundo. Esa batalla la están perdiendo. Y la seguirán perdiendo mientras haya una sola voz que se alce contra la barbarie, una sola palabra escrita con la verdad en la entraña. Esa es mi trinchera. Mi manera de luchar. Porque las guerras se libran de muchas formas, y yo he elegido la palabra como arma, como escudo, como martillo contra el muro del silencio. Y haré todo lo posible por que mis palabras retumben en las almas de quienes me leen. Que despierten conciencias, que enciendan la rabia, que sacudan la apatía. Que sean la chispa que haga arder la dignidad.

Los que hoy se horrorizan por la palabra “Holocausto” aplicada a Gaza, son los mismos que cierran los ojos ante las cifras del horror. Que se ofenden por las metáforas pero no por los cadáveres. Que condenan a los que nombramos la verdad y no a los que la fabrican con bombas y bulldozers.

Ya está bien. Ha llegado el momento de romper el silencio. De dejar de agachar la cabeza ante el chantaje de la corrección política. De recuperar el valor de las palabras para denunciar la barbarie. Si algo nos enseñó el Holocausto nazi es que no basta con recordar. Hay que actuar. Hay que señalar. Hay que gritar. Y hay que hacerlo aunque duela, aunque incomode, aunque nos tachen de antisemitas, esa etiqueta indecente que el sionismo arroja contra todo aquel que no se postra ante sus crímenes.

Porque yo no odio a los judíos. Los defiendo. Como defendí a los armenios, a los saharauis, a los kurdos, a los chilenos perseguidos por Pinochet. Porque yo no me callo cuando las víctimas cambian de nombre, de piel o de religión. Porque yo no admito que se prostituya la memoria del Holocausto para justificar otro holocausto.

Y porque el feminismo que siempre he defendido es también internacionalista, humanista y radicalmente comprometido con la vida.

Gaza sangra. Palestina grita. Y nosotras no vamos a mirar hacia otro lado.

Lidia Falcón.

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Lidia Falcón O’Neill es autora de numerosos artículos, que pueden consultarse en la siguiente dirección