Tal vez deberían expulsar a España de la OTAN
El mundo vuelve a estremecerse con las declaraciones del bufón narcisista de piel anaranjada que ocupa hoy la Casa Blanca. Donald Trump, presidente de los Estados Unidos y eterno aspirante frustrado al Premio Nobel de la Paz —galardón que al parecer considera su derecho de nacimiento—, ha vuelto a arremeter contra uno de sus vasallos europeos: España. En una de esas intervenciones que mezclan el insulto con la comedia, Trump ha sugerido que “tal vez deberíais expulsar a España de la OTAN” por no alcanzar el 5 % de gasto en defensa. Cinco por ciento, nada menos. Ya no basta con duplicar los presupuestos militares: ahora se trata de arruinar la educación y la sanidad para comprar más misiles “patrióticos”, drones, fragatas y bombas inteligentes que algún día serán utilizadas —cómo no— para “defender la libertad”.
Lo más divertido de todo, si es que la tragicomedia internacional admite un ápice de humor, es imaginar a este personaje, que se pasa el día lamentando no haber recibido el Nobel de la Paz, ofendido porque un pequeño país del sur de Europa no se arrodilla con suficiente entusiasmo ante su exigencia armamentística. Trump, que confunde la diplomacia con el negocio inmobiliario y las alianzas con las ventas de armas, ha tenido la ocurrencia de convertir a España en el nuevo villano de su epopeya. Y lo ha hecho, precisamente, con el país que más esfuerzos y humillaciones ha acumulado para ingresar en esa misma OTAN de la que ahora nos quiere echar.
Porque si algo define la historia reciente de España es la diligencia con que sus élites obedecen las órdenes del imperio. Desde el final del franquismo, nuestra clase dirigente ha demostrado una sumisión ejemplar a Washington. Y sin embargo, después de medio siglo de genuflexiones, nos amenazan con la expulsión. Hay ironías que ni Quevedo habría imaginado.
Conviene recordar todo lo que tuvo que hacer la inteligencia estadounidense para lograr que España se convirtiera en un país atlantista. Como explicó con minucioso detalle Alfredo Grimaldos, la CIA, con la inestimable ayuda de la socialdemocracia alemana de Willy Brandt y la Internacional Socialista, refundó el PSOE en Suresnes en 1974. Aquel congreso, presentado como una renovación generacional, fue en realidad una operación de ingeniería política para neutralizar a la izquierda comunista y garantizar una “transición” dócil que culminara, cómo no, en el abrazo militar con el Pentágono. Felipe González, sonriente y obediente, emergió de aquella cirugía política como el candidato perfecto para el nuevo régimen: moderno, manejable y con buenos modales. El resultado fue una izquierda domesticada, moderna en la estética, neoliberal en la práctica, y profundamente sumisa en política exterior.
Pero incluso con ese plan maestro en marcha, las cosas no fueron tan sencillas. El pueblo español, que había sufrido cuarenta años de dictadura, aún conservaba cierta memoria crítica. Y en 1981, cuando Adolfo Suárez se resistía a formalizar la entrada en la OTAN, las tensiones se acumularon hasta desembocar en el golpe del 23-F.
Como bien ha documentado Pilar Urbano, la negativa de Suárez a subordinar la soberanía española al mando militar norteamericano fue uno de los factores que precipitaron su caída. Un año después del golpe, España ingresaba oficialmente en la OTAN. Qué coincidencia más casual, ¿verdad?
Todo el entramado de la Transición, tan celebrado por sus arquitectos mediáticos, no fue otra cosa que una operación de ingeniería geopolítica. Había que cambiar la fachada del régimen sin alterar su arquitectura profunda. Se mantuvo la monarquía, se amnistió a los verdugos, se santificó la obediencia al mercado y se aseguró que la política exterior quedara atada a la voluntad de Washington. Los viejos símbolos franquistas se guardaron, pero el nuevo catecismo atlántico se impuso: democracia sí, pero bajo tutela. Y así nos vimos, décadas después, enviando tropas a las guerras de Estados Unidos, comprando cazas innecesarios y firmando acuerdos que hipotecan nuestra soberanía mientras se recorta en servicios públicos.
Ahora, el propio Trump —presidente de un país en el que la industria armamentística dicta la política exterior— viene a decirnos que no servimos para su club de mercenarios. Que no gastamos lo suficiente. Que quizá habría que echarnos. Y yo no puedo evitar reírme. Porque si después de todo lo que ha tenido que hacer la CIA, la socialdemocracia alemana, la OTAN, el Rey – sobre todo el emérito – y el PSOE para llevarnos de la mano hasta este altar de obediencia, ahora resulta que el sumo sacerdote naranja nos considera indignos, entonces asistimos al más glorioso acto de justicia poética que haya conocido la historia moderna.
Recuerdo bien los años ochenta, cuando miles de mujeres y hombres llenábamos las plazas con pancartas que decían “OTAN NO, BASES FUERA”. Algunos de nosotros fuimos insultados, perseguidos y ridiculizados por advertir que aquello no traería paz ni independencia, sino subordinación y gasto militar. Han pasado cuarenta años y el tiempo nos ha dado la razón. La OTAN no es una alianza de democracias: es la correa de transmisión del complejo militar-industrial norteamericano. Y España, lamentablemente, ha sido uno de sus alumnos más aplicados.
Por eso, cuando escuché a Trump decir que tal vez deberían echarnos, me invadió una sensación tan extraña como reconfortante. Quizá el bufón imperial, ese al que la Academia de Oslo se resiste a regalar el Nobel de la Paz, acabe haciéndonos el mayor favor de nuestra historia reciente.
Y si lo consigue —si por capricho o por rabieta logra que España sea expulsada de la OTAN—, prometo nominarlo personalmente no solo al Nobel, al Pulitzer y al Princesa de Asturias, sino también a la Lámpara Minera del Cante de las Minas, por su dominio del lamento universal; al Premio Goya, por su interpretación magistral de un presidente enloquecido; al Cervantes, por su contribución a la literatura del absurdo; y, si hace falta, lo sacaré a hombros por la puerta grande de la Maestranza de Sevilla, entre vítores y clarines. Sería, al fin y al cabo, el primer acto verdaderamente pacífico y útil de su carrera, y créanme, yo misma le entregaría el trofeo con una reverencia: por una vez, el bufón imperial habría hecho reír al mundo… y además, lo habría hecho un poco más libre.
Madrid. 16 de octubre 2025.
Lidia Falcón Presidenta del Partido Feminista de España
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Lidia Falcón O’Neill es autora de numerosos artículos, que pueden consultarse en la siguiente dirección
