Por PFE

De la Sanidad de Ayer a la Sanidad de Hoy III

Las patentes, el mercado y el derecho a la salud

El conocimiento debería ser universal, libre y accesible para beneficio de toda la humanidad. Sin embargo, el sistema de patentes, concebido originalmente como un incentivo a la innovación, termina otorgando privilegios económicos a unas pocas corporaciones, especialmente en el sector farmacéutico.

Hoy, las multinacionales de la farmacopea patentan fórmulas médicas y fijan precios durante los 20 años que dura la protección. Durante ese tiempo, pueden vender sus medicamentos al costo que consideren, sin regulación real sobre su rentabilidad. Un investigador independiente que descubre una cura rara vez puede desarrollarla por sí solo; lo habitual es que venda su patente a una gran empresa, reciba una compensación única y pierda todo control sobre su invención. Así, el sistema no recompensa el progreso científico, sino el poder económico.

En nuestra sociedad, los medicamentos se tratan como bienes de mercado, no como derechos sociales. Esto tiene consecuencias dramáticas: muchas personas deben elegir entre medicarse o alimentarse, especialmente cuando los tratamientos son caros. La salud se convierte en un lujo al alcance solo de quienes tienen recursos.

Un ejemplo claro fue el Real Decreto-Ley 16/2012, aprobado durante el gobierno de Mariano Rajoy, con la ministra de Sanidad Ana Mato. Buscaba ahorrar unos 7.000 millones de euros mediante un sistema de copago farmacéutico:

  • Quienes ganaban menos de 18.000 € anuales pagaban el 40% del medicamento.

  • Entre 18.000 y 100.000 €, el 60%.

  • Pensionistas y mutualistas perdieron exenciones históricas.

Además, en 2013 se extendió el copago a más de 150 presentaciones de medicamentos hospitalarios para enfermedades crónicas, antes subvencionados. Esta política tuvo un alto coste humano: en 2014 murieron cerca de 4.000 pacientes con hepatitis C por falta de acceso a tratamientos efectivos. Aunque la Plataforma de Afectados presentó una querella criminal, la Sala Segunda del Tribunal Supremo concluyó en 2015 que no hubo responsabilidad penal en la autorización ni en el precio del fármaco.

Quedó claro: si no puedes pagar, no accedes al tratamiento. Como dice el dicho popular: «Ajo y agua». El sistema no falla: funciona exactamente como está diseñado para los que tienen, no para los que necesitan.

La situación es aún más grave en países del Sur. África, con 1.300 millones de habitantes, soporta el 25% de la carga mundial de enfermedades, pero produce menos del 1% de las vacunas y importa el 94% de sus medicamentos (según El País, 16/12/2020). La falta de capacidad productiva farmacéutica local es una crisis humanitaria de primer orden. La falta de medicamentos también mata.

El mercado de la salud no solo discrimina por clase o ingresos, sino también por razón de sexo. Las mujeres, históricamente más dependientes del sistema sanitario por sus necesidades reproductivas y de cuidados, son especialmente vulnerables cuando la medicina se mercantiliza. Los precios inflados por patentes afectan directamente a tratamientos oncológicos como los utilizados contra el cáncer de mama, uno de los más frecuentes entre las mujeres, mientras que fármacos esenciales, como ciertos inhibidores de PARP, permanecen fuera del alcance de muchas pacientes. En contextos de pobreza o precariedad laboral —donde también hay una sobrerrepresentación femenina—, el copago o la falta de cobertura derivan en aplazamientos, autogestión o abandono del tratamiento. La mujer, marcada por décadas de medicalización patriarcal, ahora también es objeto de explotación económica: se le exige pagar más por cuidarse, mientras su salud sigue siendo subvalorada en la investigación y mal gestionada en las políticas públicas. Mercantilizar la salud no es neutral: golpea con mayor fuerza a quienes más necesitan protegerla.

El sistema actual de patentes no garantiza el acceso equitativo a la salud; al contrario, lo niega. Está diseñado para proteger intereses corporativos, no para salvaguardar vidas. Mientras unas pocas empresas acumulan riquezas mediante el monopolio del conocimiento, millones de personas son excluidas de tratamientos esenciales por no tener dinero. Si la salud es un derecho humano fundamental, no puede estar supeditada a las leyes del mercado ni a los caprichos de la propiedad privada. Los descubrimientos científicos y las innovaciones médicas no surgen en laboratorios aislados, sino sobre siglos de saber colectivo, financiados muchas veces con dinero público. Por eso, deben retornar a la sociedad como bienes comunes, libres de patentes, accesibles para todos. El conocimiento no debe encerrarse tras patentes de lucro; debe circular libremente como un derecho universal, al servicio de la humanidad.

Cuando los datos fallan: el costo humano de ignorar el cuerpo femenino

La ausencia de datos diferenciados por sexo no es una simple omisión técnica: es una negligencia sistemática con consecuencias reales y dolorosas. Hasta bien entrado el siglo XXI, numerosos estudios clínicos excluyeron a mujeres en edad fértil por temor a complicaciones legales o variabilidad hormonal, como si sus cuerpos fueran demasiado “complejos” para ser estudiados. Esta práctica ha generado una brecha científica profunda: se recetan medicamentos a mujeres basándose en ensayos realizados en hombres, cuyos metabolismo, masa corporal, composición grasa y respuesta inmunitaria son distintos. El resultado es alarmante: las mujeres tienen hasta un 50% más de probabilidades de sufrir efectos adversos graves por medicación, según diversos estudios publicados en revistas como Nature o la British Medical Journal.

Además, enfermedades como el infarto o la depresión presentan síntomas diferentes en las mujeres, pero los protocolos diagnósticos siguen basándose en patrones masculinos. Esto provoca retrasos en el diagnóstico, tratamientos inadecuados e incluso muertes evitables. Por ejemplo, mientras el hombre con infarto suele presentar dolor en el pecho, la mujer puede experimentar fatiga extrema, náuseas o dolor en la espalda, síntomas frecuentemente malinterpretados como ansiedad o estrés.

Esta invisibilidad también afecta a la innovación: pocas invenciones farmacéuticas se desarrollan pensando en las necesidades específicas de las mujeres, y cuando lo hacen, su acceso está condicionado por precios elevados y políticas de salud que priorizan lo rentable, no lo necesario. La ciencia, supuestamente neutral, reproduce sesgos históricos que penalizan a las mujeres por lo que son, por haber sido ignoradas durante siglos. Corregir esta asimetría no es solo una cuestión de equidad: es una urgencia médica. Porque cuando la ciencia no ve a la mitad de la humanidad, la salud de toda la ciudadanía queda comprometida.

¿Qué es un medicamento? El acceso como derecho humano

Un medicamento es un elemento esencial para alcanzar el máximo grado de salud posible. Cualquier obstáculo en su acceso repercute directamente en la calidad de vida e incluso en la supervivencia de las personas que lo necesitan. Sin embargo, bajo el actual modelo basado en patentes, muchos tratamientos se convierten en bienes inaccesibles, especialmente para poblaciones vulnerables.

Las patentes farmacéuticas, justificadas en nombre de la protección de la propiedad intelectual, otorgan monopolios temporales que permiten a las empresas fijar precios elevados. Esto limita drásticamente el acceso, sobre todo en países en vías de desarrollo, pero también en naciones con sistemas públicos de salud, como España. Un simple decreto —como el Real Decreto-Ley 16/2012, que introdujo copagos farmacéuticos progresivos según la renta— puede convertir un medicamento esencial en algo inalcanzable para miles de personas. En este contexto, el derecho a la salud queda supeditado al poder adquisitivo: tanto tienes, tanto puedes pagar, tanto vales.

Este modelo de exclusión tiene un rostro mayoritariamente femenino. Las mujeres, y en particular las madres solteras y las jubiladas, son de las más afectadas por el copago y el alto costo de los medicamentos, ya que suelen concentrarse en los estratos de renta más baja. Las familias monomarentales enfrentan una doble precariedad: ingresos reducidos y mayores gastos sanitarios al tener que atender no solo su salud, sino la de sus hijas e hijos. Cuando deben elegir entre comprar medicinas o alimentos, muchas veces priorizan a sus descendientes, dejando de medicarse ellas mismas. Por otro lado, las mujeres jubiladas sufren pensiones significativamente más bajas que los hombres, consecuencia de carreras laborales interrumpidas por el cuidado familiar, la brecha salarial y la discriminación estructural. Así, al llegar a la vejez, muchas se encuentran con que no pueden hacer frente al coste de tratamientos crónicos —como los de osteoporosis, artritis o enfermedades cardiovasculares—, condiciones más frecuentes en mujeres mayores. El sistema no las protege; las penaliza. Acceder a un medicamento debería ser un derecho. La invisibilización de estas realidades profundiza la injusticia: mientras el lucro se garantiza, la vida de las mujeres más pobres queda en manos del capitalismo.

Los medicamentos genéricos: una alternativa insuficiente

Como respuesta a esta situación, surgen los medicamentos genéricos. Según el Ministerio de Sanidad español, son productos cuya autorización se basa en la demostración de bioequivalencia con un medicamento de referencia, tras la expiración del periodo de protección (mínimo 10 años desde su comercialización). Deben cumplir rigurosos estándares de calidad, seguridad y eficacia, y demostrar que su principio activo se absorbe de forma idéntica al del original.

En España, la Agencia Española de Medicamentos y Productos Sanitarios (AEMPS) es la encargada de evaluar y supervisar estos medicamentos, garantizando su equivalencia y controlando su calidad en el mercado. Las siglas EFG («Equivalente Farmacéutico Genérico») identifican oficialmente estos productos.

Si bien los genéricos reducen significativamente el precio, su aparición solo es posible tras una década o más de exclusividad del medicamento original. Durante ese tiempo, millones de personas quedan excluidas de tratamientos que ya existen. La crueldad de saber que hay una cura, pero no puedes acceder a ella por falta de dinero, debería considerarse un crimen contra la humanidad.

Los medicamentos genéricos no son solo una alternativa económica: son una herramienta esencial de justicia social y protección sanitaria, especialmente para las mujeres. Dado que ellas acuden más frecuentemente al sistema sanitario por motivos reproductivos, crónicos o de cuidados familiares, el ahorro que suponen los genéricos tiene un impacto directo en su bienestar y autonomía. Para muchas mujeres, sobre todo las monomarentales, jubiladas o en situación de precariedad, el hecho de que un medicamento cueste la mitad puede marcar la diferencia entre tratarse o renunciar a la salud. Además, el uso extendido de genéricos permite al Estado mantener un sistema público sostenible: reducen la presión sobre el gasto farmacéutico, liberan recursos para invertir en prevención, atención primaria e innovación pública, y fortalecen el derecho universal a la salud frente al lucro privado. Lejos de ser “copias baratas”, los genéricos son productos rigurosamente controlados, con mayor calidad, eficacia y seguridad que los de marca. Su expansión no debería verse como un límite a la innovación, sino como un avance hacia una sanidad más pública, donde el acceso a la medicación no dependa del bolsillo, sino del derecho.

A los medicamentos genéricos debería acompañarles una industria farmacéutica pública, fuerte y planificada, capaz de garantizar la investigación, producción y distribución universal de medicamentos y vacunas. Porque mientras la salud dependa de corporaciones privadas cuyo fin último es el beneficio, el derecho a curarse seguirá subordinado a la lógica del mercado. Los genéricos, aunque reducen costes, no rompen con esa lógica: siguen estando sujetos a patentes, especulación y escasez estratégica. Solo una industria bajo control social y del Estado, financiada con fondos públicos y orientada a satisfacer necesidades -no ganancias- puede asegurar que ningún tratamiento sea inalcanzable por cuestiones económicas. La verdadera solución no es competir dentro del sistema capitalista de salud, sino superarlo: construir un modelo donde la medicina no se compre, sino que se garantice como derecho humano fundamental.

Ciencia al servicio de la humanidad, no del mercado

Se argumenta que las patentes protegen la inversión en investigación. Pero la realidad es que defienden un modelo de sanidad mercantilizado, donde el beneficio económico prima sobre el derecho a la vida. Grandes laboratorios invierten no tanto en curar, sino en mantener enfermedades crónicas controladas y rentables. Hoy el capitalismo prefiere un enfermo vivo que consume toda la vida, antes que una persona sana.

Lo ético sería que los Estados asumieran el papel principal en la investigación biomédica, financiada con fondos públicos, y que sus resultados fueran bienes comunes, accesibles para todos. En una sanidad universal real, no puede haber enfermos de primera, de segunda o abandonados. Las sociedades estratificadas por ingresos son sociedades injustas y deshumanizadas.

Por eso, quienes defienden la justicia social (feministas, marxistas, comunistas, y todas las corrientes de izquierda) deben impulsar transformaciones profundas hacia modelos más equitativos, donde el conocimiento no sea un privilegio, sino un derecho colectivo.

Este modelo de investigación al servicio del mercado no solo reproduce desigualdades económicas, sino también desigualdades por razón de sexo. Las mujeres, son las principales perjudicadas cuando la ciencia se orienta hacia lo rentable y no hacia lo necesario. Enfermedades mayoritariamente femeninas siguen recibiendo una mínima inversión en investigación, mientras se patentan tratamientos paliativos que generan beneficios recurrentes, en lugar de curas definitivas. Una ciencia verdaderamente ética debería priorizar no el retorno económico, sino las necesidades de quienes más sufren: mujeres con endometriosis olvidadas durante años, personas menopáusicas sin acceso a terapias seguras y asequibles, madres que no pueden permitirse medicamentos psiquiátricos tras el parto. Si los Estados asumen la investigación biomédica como una responsabilidad pública, también deben hacerlo desde una perspectiva feminista: incluyendo datos por sexo desde el diseño del estudio, garantizando la representación equitativa en ensayos clínicos y dirigiendo la innovación hacia el bienestar colectivo, no hacia el monopolio privado. Porque liberar el conocimiento del capital también significa liberar a las mujeres de la indiferencia, el dolor y la exclusión.

El dolor es colectivo, la salud debe serlo también

El sufrimiento no es individual: cuando una persona enferma, su entorno también lo hace. El dolor trasciende al individuo; por eso, la salud debe ser entendida como un bien común, no como una mercancía.

La Declaración Universal de Bioética y Derechos Humanos establece claramente que «los progresos de la ciencia y la tecnología deben fomentar el acceso a una atención médica de calidad y a medicamentos esenciales», porque la salud es un derecho fundamental. Y añade: «la salud debe considerarse un bien social y humano». Son declaraciones valiosas, pero sin políticas concretas que garanticen el acceso universal, siguen siendo promesas vacías.

Este dolor colectivo tiene rostro de mujer. Son ellas, muchas veces, las que cargan con el peso invisible del cuidado: atienden a sus descendientes cuando están enfermos, acompañan a sus padres en la vejez, renuncian a su medicación para priorizar la de los demás, y sufren en silencio cuando no pueden acceder al tratamiento que necesitan. La enfermedad de una mujer no solo la debilita a ella, sino que desestabiliza familias enteras, especialmente en hogares monomarentales donde no hay red de apoyo. Y sin embargo, su sufrimiento se normaliza, se invisibiliza, se medicaliza como estrés o ansiedad, mientras se niega el acceso a tratamientos adecuados. Si la salud es un derecho, entonces también debe ser un acto colectivo de justicia garantizar que las mujeres, las principales cuidadoras, no sean las primeras en sacrificar su salud ni las últimas en recibir atención. Reconocer que el dolor es colectivo implica romper con la lógica individualista del mercado y construir sistemas sanitarios que protejan a quienes más dan, muchas veces sin recibir nada a cambio. Porque sanar a las mujeres no es un gesto de caridad: es un paso necesario hacia una sociedad más humana, solidaria y verdaderamente sana.

¿Cuánto cuesta patentar? Muy poco frente al beneficio obtenido

El costo de patentar a nivel mundial es mínimo comparado con las ganancias que genera. Por ejemplo:

  • Una patente internacional con prioridad: unos 1.300 €.

  • Modelo de utilidad internacional: alrededor de 2.900 €.

  • En España, el trámite oscila entre 792 y 1.186 €, con descuentos del 15% si es online.

Estos costos son independientes de la complejidad del invento. Es decir, se invierte poco para obtener derechos de monopolio durante 20 años, tiempo en el cual se pueden facturar millones, mientras se niega el acceso a quienes no pueden pagar.

La ciencia como fuerza productiva al servicio del pueblo trabajador

Hoy, el acceso a los descubrimientos científicos depende del bolsillo. El capitalismo ha privatizado el conocimiento, presentando la «libertad» como propiedad privada, cuando en realidad es exclusión masiva. La verdadera libertad no es poseer, sino poder vivir con dignidad: alimentarse, curarse, educarse, existir sin depender del mercado. Y entre todas las necesidades humanas, ninguna es más fundamental que la salud.

No se trata de reformar el sistema de patentes, sino de cuestionar su legitimidad histórica y abolirlo como institución burguesa. Una patente sobre medicamentos, semillas o tecnologías vitales no es un incentivo a la innovación: es un monopolio legal que convierte la vida en mercancía. ¿Cómo puede justificarse moral, ética o materialmente que se otorgue a una corporación el derecho exclusivo a explotar un descubrimiento que salva vidas? El conocimiento científico no nace en laboratorios aislados, sino sobre siglos de saber colectivo, muchas veces financiado con dinero público. Por eso, pertenece a la humanidad, no a unas pocas multinacionales.

El mundo necesita un nuevo pacto científico: una ciencia pública, transparente, planificada democráticamente y al servicio de las necesidades reales del pueblo. Porque nadie debería morir por no tener dinero. Porque, como decía Eduardo Galeano, «El derecho a la salud no es un lujo. Es un derecho humano». Pero este nuevo pacto solo será posible si rompe con la lógica del capital y asume una mirada materialista que incorpore también la dimensión basada en el sexo: una ciencia que no solo sea socialista, sino también feminista.

Las mujeres, especialmente las de clase trabajadora, son las más afectadas por la mercantilización de la ciencia. Han sido históricamente ignoradas en la investigación biomédica, basada mayoritariamente en sujetos masculinos, lo que genera diagnósticos erróneos, tratamientos ineficaces y efectos secundarios graves. Enfermedades predominantemente femeninas, como la endometriosis o el lupus, han sido subfinanciadas, invisibilizadas o medicalizadas como trastornos emocionales. Además, cuando los medicamentos reproductivos, anticonceptivos o terapias hormonales se patentan, se convierten en bienes de lujo, inaccesibles para millones. Esta no es neutralidad científica: es violencia estructural disfrazada de objetividad, reproducida por un sistema que valora más los beneficios que las vidas.

Una ciencia verdaderamente emancipadora debe partir del principio marxista de que las personas no son mercancías ni campos de experimentación para el lucro capitalista, sino sujetos activos de derechos, cuya salud es una necesidad social, no un negocio. En la sociedad burguesa, la ciencia ha sido subordinada a las exigencias del mercado: los laboratorios investigan no lo que más necesita el pueblo, sino lo que mayor rentabilidad ofrece a las grandes farmacéuticas. Bajo el capitalismo, la tecnología y el conocimiento (fuerzas productivas que podrían liberar a la humanidad del sufrimiento) se convierten en instrumentos de explotación, control y acumulación.

Como señaló Lenin, «sin ciencia no hay socialismo». Pero una ciencia que no esté al servicio del trabajador, que no priorice la prevención, el cuidado colectivo y el acceso universal, no es ciencia emancipadora: es ciencia al servicio de la clase dominante. El socialismo no rechaza la tecnología, sino su uso alienado. Al contrario: exige su desarrollo pleno, pero bajo control obrero, planificado desde abajo y orientado a satisfacer las necesidades materiales de las masas. Devolver al conocimiento su sentido humano significa, en términos marxistas, desalienarlo del capital y ponerlo al servicio de la emancipación material y espiritual de la clase obrera.

Porque mientras exista una sola persona que muera por no poder pagar un medicamento, mientras el derecho a la vida dependa del bolsillo, no solo falla el sistema sanitario: falla el orden social capitalista en su raíz. Y allí, en ese fracaso, reside la prueba irrefutable de que solo una ciencia bajo control popular, colectiva, desmercantilizada y antiimperialista puede ser auténticamente progresista. Solo entonces, como soñaron Marx y Lenin, la ciencia dejará de ser cómplice del opresor y se convertirá en arma de liberación para todos.

Una ciencia al servicio de la humanidad no es un ideal utópico, sino una necesidad histórica. Mientras permanezca sometida al capital, será cómplice de la desigualdad; pero cuando pase a manos del pueblo, se convertirá en una herramienta poderosa para la liberación, la justicia y el progreso verdadero de toda la humanidad.

Ni patentes ni lucro: por una medicina socialista al servicio de la humanidad

La lucha por la justicia social no puede detenerse ante ninguna trinchera: exige una transformación radical en todos los sectores de la vida social, y el de la salud es uno de los más urgentes. Esta revolución sanitaria debe partir de principios inquebrantables, que no admitan concesiones al orden capitalista:

  • La salud es un derecho humano fundamental, no un privilegio condicionado por el origen, el sexo, la clase o el poder adquisitivo.

  • La sanidad universal no es un lujo ni una concesión benéfica: es una necesidad vital para cualquier sociedad que aspire a ser humana, solidaria y digna.

  • Todos los seres humanos, en cada rincón del planeta, tienen derecho a la salud. Es responsabilidad de la humanidad, organizada políticamente, garantizar que este derecho llegue a todas las personas, sin exclusiones ni barreras económicas, geográficas o sociales.

  • La enfermedad no reconoce clases, pero el sistema sí: bajo el capitalismo, la salud depende del poder adquisitivo. Esa lógica debe ser derrocada. La sanidad no puede seguir siendo un negocio; debe ser un servicio público, universal, subvencionado y gestionado colectivamente.

  • La medicina oficial ha sido históricamente androcéntrica: investiga, diagnostica y trata desde el cuerpo masculino como norma. Las mujeres han sido excluidas de los ensayos clínicos, sus síntomas medicalizados como emocionales y sus enfermedades invisibilizadas. No se puede estudiar una enfermedad en un solo sexo y aplicar los resultados al otro. Una medicina verdaderamente científica debe reconocer las diferencias biológicas, hormonales, metabólicas y sociales entre mujeres y hombres, y avanzar hacia tratamientos personalizados no solo por talla o edad, sino por también por sexo.

  • El peso, la altura, la edad y las condiciones individuales deben influir en el tratamiento. No es lo mismo administrar un fármaco a una persona de 200 cm y 100 kg que a otra de 152 cm y 58 kg. Si en pediatría esto se respeta, ¿por qué no en adultos? Los anestesiólogos ya lo hacen: toda la medicina debe seguir ese camino.

  • Los Estados burgueses financian gran parte de la investigación médica con dinero público, pero luego entregan los resultados a corporaciones privadas que los patentan y mercantilizan. Esto es robo institucionalizado. Los descubrimientos médicos deben ser bienes comunes de la humanidad, no propiedad privada de multinacionales farmacéuticas.

Esta revolución sanitaria será incompleta si no pone en el centro a quienes más han sido explotadas y excluidas: las mujeres y la clase trabajadora, transformar la sanidad significa, entonces, desmantelar no solo el monopolio farmacéutico, sino también el patriarcado científico, el clasismo institucional y la lógica capitalista que convierte la vida en mercancía. Significa pasar de un modelo reactivo, que trata enfermedades después de que estallen, a uno preventivo, comunitario y socialmente determinado. Porque las enfermedades no caen del cielo: nacen de la precariedad, la explotación, el hambre, la contaminación y la opresión. Curar sin cambiar las condiciones que enferman es aplicar parches sobre heridas abiertas.

No se trata de reformar el sistema existente, sino de derribarlo y construir otro en su lugar: uno donde el conocimiento no se venda, sino que se comparta; donde los hospitales no sean empresas, sino centros populares de cuidado; donde la medicina no obedezca al mercado, sino a las necesidades del pueblo.

Solo así podremos construir un mundo donde nadie muera por falta de un medicamento, donde el progreso científico salve vidas en vez de alimentar monopolios, y donde la dignidad humana sea la base de toda política pública.

Esa es la salud que merecemos.

Esa es la revolución que necesitamos.

Juana María Aguilera Tenorio y Elena Vélez

Miembras de la Comisión Política del Partido Feminista de España

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Lidia Falcón O’Neill es autora de numerosos artículos, que pueden consultarse en la siguiente dirección