Por PFE

De la Sanidad de Ayer a la Sanidad de Hoy II

Hemos pasado de unos estudiosos cuyo objetivo era ayudar a los enfermos y preservar la salud de la humanidad, al gran negocio de la sanidad. Hemos visto cómo todos los conocimientos sobre la salud han ido evolucionando y expandiéndose; los conocimientos actuales se asientan sobre los del pasado, y muchos de ellos prevalecen como cimientos fundamentales. Hoy en día, resulta más rentable tener pacientes crónicos con recursos económicos que personas sanas, salvo que estas últimas sean pobres. Y es que si son pobres y no tienen acceso al complejo sistema sanitario, simplemente no se les tiene en cuenta. Preservar la salud fue, por ejemplo, uno de los grandes pilares de los sistemas sanitarios cubano y ruso.

Hemos pasado de:

«Mientras disfrutamos de las grandes ventajas de los inventos de otros, deberíamos alegrarnos de tener la oportunidad de servir a los demás mediante nuestros propios inventos; y esto debemos hacerlo de forma libre y generosa». Benjamin Franklin.

«A tanto tienes, tanto vales».

Hoy en día, muchas personas no tienen cobertura sanitaria, ni dinero para pagar seguros privados. Hay países que carecen de un sistema mínimo de salud, y otros que, aunque lo tienen, están viéndolo transformarse. Y es que cuando un sistema público ofrece una buena cobertura sanitaria y funciona eficazmente, la sanidad privada (el negocio de la salud) deja de ser tan rentable. Sin embargo, si el sistema público falla, la sanidad privada se vuelve fundamental, y cualquier persona con recursos económicos estará dispuesta a arruinarse con tal de poder vivir con dignidad.

Desgraciadamente, en muchos países ocurre que, en algún momento de su vida, las personas agotan sus ahorros por culpa de los gastos médicos. Esto recuerda a los seguros de fallecimiento: todos pasamos por esa situación una vez en la vida, así que no suelen ser baratos. Pero, como bien se dice, solo morimos una vez. Este tema merecería un análisis aparte, porque probablemente estemos de acuerdo en que debería tratarse como un servicio público, un derecho universal.

Con la salud, sin embargo, es diferente: no la necesitamos solo una vez, sino en múltiples ocasiones a lo largo de la vida. Un accidente, una dolencia leve, enfermedades crónicas que aparecen con la edad, o condiciones que surgen desde el nacimiento… son situaciones comunes que requieren atención médica continua.

En un país que verdaderamente se preocupa por la salud de su población, quienes lean este trabajo coincidiremos en que es imprescindible contar con un buen sistema sanitario público, financiado con impuestos y accesible para todas las personas. Un sistema que no sea una «caja de sorpresas», sino una red de protección real, justa y sostenible.

La salud de las mujeres requiere una atención especial dentro de cualquier sistema sanitario, no solo por sus necesidades reproductivas -como el embarazo, el parto y la planificación familiar-, sino también por condiciones específicas relacionadas con su fisiología, como enfermedades ginecológicas, cánceres de mama y cérvix, o trastornos asociados a la menopausia. Además, en muchos contextos, las mujeres enfrentan mayores barreras para acceder a la atención médica debido a desigualdades sociales, económicas y culturales. Un sistema público de salud justo debe garantizar servicios integrales, preventivos y de calidad para las mujeres en todas las etapas de la vida, sin que el costo sea un obstáculo. Negar este acceso no solo pone en riesgo su bienestar físico y emocional, sino que perpetúa ciclos de pobreza y exclusión. Por eso, una sanidad universal y equitativa es también una cuestión de justicia para toda la ciudadanía.

La Constitución Española de 1931 fue la primera en nuestro país en reconocer y garantizar derechos sociales fundamentales, como la asistencia a enfermos y ancianos, la protección a la maternidad y a la infancia, y la garantía para la clase trabajadora de una «existencia digna», mediante protección en casos de enfermedad, accidente, desempleo forzoso, vejez, invalidez y muerte.

Seguimos este trabajo abordando el tema de las patentes, ya que estas tienen una gran responsabilidad en el alto costo actual de la mayoría de los productos y servicios en todos los países, especialmente en lo que respecta a los servicios sanitarios del mundo.

Las patentes: el capitalismo y los privilegios desde la antigüedad

El capitalismo, en sus formas más tempranas, ya comenzaba otorgando privilegios a unos pocos. Uno de los ejemplos más claros es el sistema de patentes.

Una patente es un derecho exclusivo que se concede sobre una invención, permitiendo a su titular explotarla comercialmente durante un periodo determinado sin competencia.

Ya en el siglo III a.C., en la ciudad griega de Síbaris -situada en lo que hoy es el sur de Italia-, se concedían derechos exclusivos de explotación a quienes creaban nuevos platos culinarios o inventaban lujos y refinamientos. Estos primeros antecedentes históricos de las patentes tenían una duración de un año. Como vemos, incluso en la antigüedad, el lujo y las innovaciones estaban reservados para quienes podían permitírselos.

Otro ejemplo destacado se dio en la República de Florencia: en 1421, al arquitecto florentino Filippo Brunelleschi se le otorgó una patente por tres años para un mecanismo de elevación destinado a cargar mármol en barcazas a lo largo del río Arno. La embarcación, llamada Badalone, era un barco propulsado por paletas accionadas manualmente (no funcionaba con vapor, como a veces se ha dicho erróneamente). Desafortunadamente, el barco se hundió a mitad del recorrido, perdiéndose la carga. A pesar del fracaso práctico, este caso marcó un hito: fue una de las primeras patentes documentadas en Europa.

Las patentes como institución formal comenzaron a consolidarse en 1450 en Venecia, tras un decreto mediante el cual se exigía que los dispositivos nuevos e innovadores fueran comunicados a la República, a cambio de protección legal contra posibles infractores durante un periodo de diez años. Sin embargo, no se hacía distinción entre quienes importaban invenciones o descubrimientos y los verdaderos inventores. La mayoría de estas patentes estaban relacionadas con la fabricación del vidrio, y este modelo de privilegios se extendió gradualmente a otros países europeos.

La primera patente inglesa data de 1449 y fue otorgada al vidriero flamenco John de Utyman, quien patentó un proceso para teñir cristal -una técnica usada por los vidrieros venecianos pero desconocida en Inglaterra hasta entonces-. Esta patente tuvo una duración de 20 años, con la condición de que Utyman debiera enseñar su método a artesanos ingleses, promoviendo así la transferencia de conocimiento.

En España, el primer registro de patente como privilegio se remonta a 1478. La reina Isabel I de Castilla (la Católica) concedió a Pedro Alzor, médico de la corte, el derecho exclusivo sobre un nuevo método de molienda de granos. Según la Oficina Española de Patentes y Marcas (OEPM), este privilegio incluía el monopolio de explotación durante 200 años -una cifra extraordinaria- y establecía una multa de 50.000 maravedíes para quien copiara el invento. No se sabe con certeza si Alzor fue el verdadero inventor o simplemente el introductor de una técnica ajena, pero eso refleja cómo funcionaba el sistema: el mérito no siempre iba ligado a la originalidad, sino al acceso al poder.

En Inglaterra, a finales del siglo XVII y principios del XVIII, durante el reinado de Ana Estuardo, se hizo obligatorio que todo solicitante de una patente presentara un registro escrito detallando la descripción del invento y su método de aplicación. Este requisito sentó las bases del sistema moderno de patentes, introduciendo transparencia y documentación como elementos fundamentales del proceso.

A lo largo de esta historia de patentes y privilegios, rara vez se menciona el papel de las mujeres. Durante siglos, el acceso a la educación, la propiedad intelectual y los derechos legales fue negado o restringido a las mujeres, lo que dificultó enormemente su reconocimiento como inventoras. Sin embargo, muchas lograron dejar huella en la ciencia, la medicina y la tecnología, incluso cuando tuvieron que patentar bajo nombres masculinos o permanecer en el anonimato. Una de las primeras mujeres documentadas en obtener una patente fue Sybilla Masters en 1715, quien registró un método para trillar maíz en Inglaterra (aunque oficialmente fue su esposo quien recibió el crédito), ya que las mujeres no podían poseer propiedades intelectuales. Este patrón se repitió durante décadas: inventos como utensilios domésticos, técnicas médicas o mejoras industriales hechas por mujeres eran absorbidos por un sistema patriarcal que otorgaba visibilidad y beneficios económicos a los hombres. Reconocer estas ausencias no solo es un acto de justicia histórica, sino también una invitación a repensar cómo los sistemas de propiedad intelectual han reflejado y reproducido desigualdades de basadas en el sexo, y cómo aún hoy es necesario promover entornos donde la innovación no dependa del privilegio, sino del talento y el acceso equitativo.

Las patentes en la era moderna: de la Revolución Industrial a la globalización

En Estados Unidos, las primeras patentes se introdujeron a finales del siglo XVIII, coincidiendo con la formación del nuevo sistema político tras la independencia. Mientras tanto, en Francia, la Revolución Francesa impulsó una visión más democrática de la invención: los inventores fueron considerados parte del pueblo trabajador. Sin embargo, en un giro significativo, se derogaron los antiguos privilegios asociados a las patentes y se comenzó a debatir sobre la propiedad privada del conocimiento inventivo. En este contexto, se redujeron los costes de registro y se eliminaron las patentes de importación, buscando fomentar la innovación y el acceso al conocimiento.

Fue en 1791 cuando Francia promulgó la que se considera la primera ley de patentes moderna del mundo. Esta legislación tuvo una influencia profunda en toda Europa, especialmente en Alemania y España, y posteriormente en los países de Iberoamérica. Estableció los principios de novedad, utilidad y divulgación pública, sentando las bases del sistema contemporáneo.

Con la llegada de la Revolución Industrial, estallaron intensos conflictos legales en torno a invenciones clave, como la máquina de vapor de James Watt. A partir de 1796, se consolidaron nuevos criterios: se reconoció el derecho a patentar mejoras sobre máquinas ya existentes, y también se admitió que las ideas o principios teóricos, aunque aún no tuvieran aplicación práctica, podían ser objeto de protección. Esto abrió la puerta a la posibilidad de patentar conceptos abstractos: por ejemplo, si alguien patentaba la «idea X», nadie más podía usarla sin su permiso, incluso si no la había desarrollado completamente. Este modelo favorecía el control del conocimiento antes incluso de su implementación real.

En 1826, España publicó su primer decreto sobre patentes de invención, marcando el origen de lo que hoy es la Oficina Española de Patentes y Marcas (OEPM). Con el tiempo, y gracias a acuerdos internacionales, se fue construyendo un marco global para la protección de la propiedad industrial. En 1883, se firmó en París el Convenio para la Protección de la Propiedad Industrial, un hito que sentó las bases del sistema internacional de patentes.

Ya en el siglo XX, en 1980, se consolidaron las primeras oficinas internacionales especializadas: la OMPI (Organización Mundial de la Propiedad Intelectual) y la OEP (Oficina Europea de Patentes). A pesar de estos avances hacia la armonización, hoy en día cada país mantiene leyes de patentes distintas, aunque muchas se inspiran en estándares comunes. La Unión Europea cuenta con su propia institución: la Oficina Europea de Patentes (OEP), que facilita la obtención de patentes válidas en múltiples estados miembros.

A pesar del avance del sistema de patentes durante la Revolución Industrial y su expansión global, las mujeres siguieron siendo sistemáticamente excluidas de este ámbito. En una época dominada por hombres en la ciencia, la ingeniería y los negocios, muchas inventoras tuvieron que luchar no solo contra la falta de acceso a la educación técnica, sino también contra leyes y normas sociales que les impedían registrar invenciones a su nombre. Aun así, figuras como Mary Kies (primera mujer en recibir una patente en Estados Unidos en 1809, por un método de tejer sombreros con paja), Margaret Knight (inventora de una máquina para fabricar bolsas de papel planas, quien en 1870 enfrentó una batalla legal para demostrar que ella era la verdadera inventora frente a un hombre que intentó robarle la idea) o Hedy Lamarr (la famosa actriz de Hollywood), quien patentó junto a un compositor un sistema de frecuencia salteada que sería precursor del Wi-Fi y el Bluetooth, demuestran que la innovación femenina ha estado presente incluso cuando el sistema intentó ignorarla. Hoy, aunque ha mejorado el reconocimiento legal, las mujeres aún representan una minoría significativamente baja entre los titulares de patentes a nivel mundial, especialmente en campos tecnológicos y científicos. Este desequilibrio no refleja una falta de capacidad, sino persistentes brechas estructurales. Por ello, repensar el sistema de patentes también implica promover la igualdad entre mujeres y hombres, fomentar la participación femenina en STEM y garantizar que la innovación no sea privilegio de unos pocos, sino fruto de toda la humanidad.

¿Qué es una patente?

En términos generales, una patente otorga a su titular el derecho exclusivo a decidir si otros pueden utilizar su invención, y bajo qué condiciones. El término patente proviene del latín patens, patentis, que significa «abierto» o «accesible». Las llamadas «letras patentes» eran decretos reales que concedían derechos exclusivos en ciertos negocios o actividades, pero con una condición implícita: el inventor debía revelar públicamente su invención.

Este intercambio –exclusividad a cambio de divulgación– era el fundamento del sistema: se pretendía incentivar a los inventores a compartir sus conocimientos en lugar de guardárselos en secreto, con el fin de que la sociedad pudiera beneficiarse del progreso técnico una vez expirara el periodo de protección. Así, la patente no solo otorga un privilegio económico, sino que también cumple una función social: la transmisión del conocimiento.

El titular puede explotar comercialmente la invención, licenciarla a terceros o impedir su uso no autorizado. En algunos casos, incluso puede bloquear desarrollos derivados basados en su idea original.

Según la OEPM, la duración típica de una patente de invención es de 20 años desde la fecha de solicitud. Transcurrido este plazo, la invención pasa a formar parte del dominio público, y cualquier persona puede usarla libremente. Existen excepciones: por ejemplo, los modelos de utilidad (inventos menores o mejoras técnicas simples) tienen una protección más corta, generalmente de 10 años. Además, algunas patentes industriales deben ponerse en práctica en un plazo determinado (por ejemplo, dentro de los cuatro años posteriores a la solicitud o tres años desde su publicación), o de lo contrario pueden caducar por falta de explotación.

El lado oscuro del sistema

Como se observa, las patentes no son eternas, pero durante su vigencia otorgan un monopolio legal poderoso. Y aquí reside una crítica fundamental: con el nacimiento formal del sistema de patentes, también germinó el germen del egoísmo capitalista, que poco a poco se fue transformando en un «monstruo encantador»: presentado como un mecanismo de incentivo a la innovación, pero que termina privatizando el conocimiento, limitando el acceso a tecnologías esenciales y priorizando las ganancias sobre el bien común.

Hoy, este sistema sigue siendo clave para entender por qué medicamentos vitales son inaccesibles para millones, mientras unas pocas corporaciones acumulan enormes beneficios. La historia de las patentes no es solo técnica o jurídica: es también una historia de poder, exclusión y desigualdad.

Hoy se cuestiona el procedimiento de las patentes, pero no hay intención de cambiar un sistema injusto e insolidario.

Este sistema injusto no afecta por igual a todas las personas: las mujeres, especialmente en países del Sur Global, son particularmente vulnerables cuando el acceso al conocimiento y a las tecnologías se privatiza. Por un lado, muchas innovaciones médicas esenciales -como tratamientos para enfermedades que afectan predominantemente a mujeres o métodos anticonceptivos- están controladas por patentes que encarecen su producción y distribución. Por otro, las propias mujeres han sido históricamente excluidas del proceso inventivo: sus conocimientos tradicionales, especialmente en medicina herbal, salud reproductiva y cuidados comunitarios, rara vez son reconocidos ni protegidos dentro del sistema de patentes, mientras que corporaciones farmacéuticas se apropian de esos saberes colectivos y los patentan como si fueran invenciones propias. Además, cuando las mujeres científicas o emprendedoras logran desarrollar tecnologías, enfrentan mayores barreras para financiar, registrar y comercializar sus invenciones. El lado oscuro del sistema de patentes, por tanto, también tiene rostro de mujer: reproduce y profundiza desigualdades estructurales, convirtiendo el conocimiento en mercancía, y dejando fuera a quienes más lo necesitan. Transformar este sistema exige no solo justicia económica, sino también justicia basada en la igualdad entre mujeres y hombres.

¿Realmente las patentes sirven al progreso humano, o solo protegen intereses económicos poderosos?

Reflexión sobre el sistema de patentes a partir del trabajo de David Díaz González

En su trabajo de fin de máster en la Universidad de La Laguna (curso 2022-2023), titulado “Los inhibidores del progreso: una crítica al modelo de patentes modernos”, David Díaz González cuestiona desde una perspectiva teológica y teórica el sistema actual de protección de invenciones. Analiza sus supuestos beneficios en sociedades de mercado y se pregunta si existe una justificación ética o jurídica para este modelo.

El autor concluye que:

  • Los derechos de patente son derechos sobre objetos ideales, no sobre bienes tangibles, lo que les otorga una influencia desproporcionada sobre la propiedad real. Por ejemplo, una vacuna patentada puede encarecerse enormemente por los costes añadidos (fabricación, transporte, ganancias) y por los derechos pagados al titular de la patente. Así, solo quienes pueden pagar acceden al producto, mientras el inventor original muchas veces queda excluido.

  • Las patentes permiten a las grandes corporaciones comprar inventos y dejarlos sin usar («en un cajón»), bloqueando el progreso si no les conviene comercialmente. Tras 20 años, esos inventos quedan obsoletos, olvidados en el «cajón de sastre del capitalismo».

  • Estos derechos son creados por el Estado mediante legislación específica, otorgando privilegios a ciertos grupos sin necesariamente beneficiar a la sociedad. Se favorece a una clase económica, no al interés común.

  • No hay evidencia de que las patentes aumenten significativamente la inversión en innovación ni mejoren la riqueza social general. Tampoco existe justificación clara para limitar derechos de propiedad ajena en nombre de una idea.

  • Patentar ideas carece de sentido, ya que las ideas no son recursos escasos ni cumplen los requisitos tradicionales para ser consideradas propiedad.

  • Además, el sistema incrementa el costo de la innovación y dificulta su aplicación práctica.

  • El autor también reflexiona sobre qué debería ser patentable: ¿todas las invenciones, incluso aquellas relacionadas con necesidades básicas?

El conocimiento no debería ser un privilegio mercantilizado, sino un bien común al servicio de toda la humanidad. Los Estados, como responsables últimos del bienestar de su ciudadanía, deben asumir el papel central de generar, financiar y difundir el conocimiento libremente, garantizando su acceso universal sin intermediaciones especulativas. En lugar de depender de un sistema que condiciona la innovación a las ganancias y la exclusión, los gobiernos deberían invertir en investigación pública, protegerla del mercado y ponerla al servicio de necesidades reales: salud, alimentación, agua, educación, vivienda y sostenibilidad. Cuando el conocimiento se libera de la lógica del lucro, deja de ser un arma de control y se convierte en una herramienta de emancipación colectiva. Imaginemos un mundo donde cada descubrimiento científico, cada avance tecnológico, esté inmediatamente disponible para quien lo necesite, sin patentes que lo encierren ni precios que lo nieguen. Ese mundo es posible, pero solo si los Estados priorizan la vida sobre el capital y construyen sistemas públicos fuertes, y solidarios, donde el saber no se vende, sino que se comparte como derecho fundamental.

La realidad del sistema actual

Hoy, el sistema beneficia principalmente al capital. Un investigador independiente que descubre una fórmula curativa probablemente no podrá desarrollarla por sí solo; será comprado por una multinacional, que obtendrá todos los beneficios. El inventor recibe una compensación única y pierde todo control sobre su creación. Además, si otro mejora el invento, puede patentar la mejora y quedarse con los derechos, sin que esto se considere desleal. El resultado es un ciclo donde el progreso técnico depende no del conocimiento, sino del poder económico. Así, las patentes, concebidas inicialmente para incentivar la innovación, terminan privatizando el conocimiento y restringiendo el acceso a lo esencial. Este modelo, lejos de servir a la humanidad, refuerza desigualdades y beneficia a una élite empresarial, condicionada además por acuerdos internacionales y lobbies farmacéuticos.

Y en este sistema injusto, las mujeres sufren una doble discriminación. Históricamente, la investigación biomédica se ha basado mayoritariamente en sujetos masculinos, como si sus cuerpos fueran el «modelo universal». Como consecuencia, muchos diagnósticos, tratamientos y dosis de medicamentos se aplican a las mujeres sin tener en cuenta sus diferencias fisiológicas, hormonales o metabólicas. Esto genera errores de tratamiento, efectos secundarios más graves e incluso muertes evitables. Además, enfermedades predominantemente femeninas -como la endometriosis, la fibromialgia o ciertos trastornos autoinmunes- han sido invisibilizadas, mal diagnosticadas o subfinanciadas durante décadas. La falta de datos basado en el sexo en los ensayos clínicos perpetúa una medicina sesgada, donde el cuerpo de la mujer sigue siendo un territorio desconocido. Acceder a una salud justa no solo exige romper el monopolio de las patentes, sino también desmantelar esta asimetría científica y garantizar una medicina verdaderamente inclusiva, que reconozca y respete las necesidades específicas de las mujeres.

Este estado de cosas no es inevitable: es el resultado de decisiones políticas que priorizan los intereses corporativos sobre la vida humana. Frente a este modelo, urge imaginar y construir otro sistema posible: uno donde la investigación científica se desarrolle bajo control público, financiado con fondos sociales y orientado a satisfacer necesidades, no a maximizar beneficios. Un sistema donde los descubrimientos médicos no sean propiedad privada, sino patrimonio común de la humanidad, accesible para todos sin distinción. Donde las mujeres no solo tengan acceso equitativo a tratamientos y dejen de ser marginadas en los laboratorios y centros de decisión. Transformar el actual régimen de patentes significa, en última instancia, redefinir qué entendemos por progreso: no como acumulación de riqueza para unos pocos, sino como bienestar compartido, conocimiento libre y dignidad garantizada para todas las personas. Solo así, la ciencia podrá cumplir su verdadero propósito: servir a la vida, no al mercado.

Juana María Aguilera Tenorio y Elena Vélez

Miembras de la Comisión Política del Partido Feminista de España

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Lidia Falcón O’Neill es autora de numerosos artículos, que pueden consultarse en la siguiente dirección