Por PFE

Las pulseras electrónicas no salvan a las mujeres si el sistema las abandona

Las pulseras electrónicas para controlar a maltratadores en España se implementaron por primera vez en 2009, durante el gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero, tras una experiencia piloto en Madrid. Desde entonces, más de 21.036 personas condenadas o investigadas por violencia de género han utilizado estos dispositivos para garantizar el cumplimiento de órdenes de alejamiento. Actualmente, según datos de la Delegación del Gobierno contra la Violencia de Género, 4.515 agresores están bajo este sistema de vigilancia electrónica.

Sin embargo, detrás de esta herramienta tecnológica prometida como salvaguarda para las víctimas, se esconde un modelo cuestionado por su gestión privatizada y su escasa cobertura real frente al volumen de casos.

Un sistema que minimiza el riesgo

El sistema de evaluación del riesgo VioGén, puesto en marcha por el Ministerio del Interior en 2007, clasifica la peligrosidad de los casos en cinco niveles, desde «no apreciado» hasta «extremo». Según denuncian diversas asociaciones feministas, este modelo tiende a minimizar el riesgo real que corren muchas mujeres.

En 2017, durante el gobierno del Partido Popular, solo el 0,36% de las más de 55.000 mujeres en seguimiento fueron consideradas en riesgo alto o extremo -apenas 198 casos-. Una cifra que contrasta con la realidad de la violencia machista en España, donde cada año se producen decenas de asesinatos de mujeres a manos de sus parejas o exparejas.

Esta subestimación sistemática del peligro refleja lo que Alexandra Kollontai, pionera del feminismo marxista, ya advertía en los años 20: que mientras el Estado no reconozca la violencia contra las mujeres como una expresión estructural del patriarcado ligado al orden capitalista, cualquier medida será insuficiente. “La liberación de la mujer no puede ser obra de reformas aisladas”, escribió Kollontai, “sino de una transformación radical de las relaciones sociales”.

Tabla datos Dispositivos Electrónicos

Obsolescencia técnica y falta de inversión

En 2018, el Ministerio del Interior vigilaba a 1.183 maltratadores con pulseras, pero enfrentaba un problema grave: la obsolescencia del sistema. Las pulseras, adquiridas en 2009, tenían una vida útil de apenas 12 meses y necesitaban ser renovadas constantemente. Debido a su antigüedad, más del 70% de las alertas generadas eran falsas: fallos técnicos o problemas de cobertura.

A pesar del compromiso de destinar 200 millones de euros al Pacto de Estado contra la Violencia de Género, en 2018 el contrato para mantener el servicio se ofertó por tres años con un presupuesto insuficiente (12,5 millones de euros), un 30% más caro que el anterior, pero aún lejos de cubrir las necesidades reales. El concurso quedó desierto, y el gobierno prorrogó el contrato con Telefónica, que subcontrataba el servicio a Securitas Direct.

Este patrón revela cómo, incluso en políticas sociales cruciales, el Estado actúa bajo lógicas de mercado. Como señaló Karl Marx en El Capital, “todo lo que antes era medio directo de producción se convierte ahora en medio de explotación”. En este caso, la protección de las mujeres se convierte en objeto de contratación, subcontratación y rentabilidad empresarial, despojando al servicio de su sentido ético y político.

Trabajo precario en el centro de control

El Centro de Control COMETA (Sistema de Seguimiento por Medios Telemáticos del Cumplimiento de las Medidas Cautelares y Penas de Prohibición de Aproximación en Materia de Violencia de Género) opera las 24 horas del día, los 365 días del año. Sin embargo, las condiciones laborales del personal que lo gestiona son objeto de denuncia constante.

Cada operadora debe gestionar ocho alertas por hora, lo que equivale a siete minutos y medio por caso. En ese tiempo, deben contactar con la víctima, con el agresor, avisar a las fuerzas de seguridad y elaborar un informe. Este ritmo acelerado ha llevado a que trabajadoras describan su labor como un «call center de emergencias», con formularios cerrados y sin margen para la escucha empática.

Inicialmente, el servicio contaba con trabajadores sociales y psicólogas especializadas. Con el tiempo, fue sustituyéndose por personal sin titulación específica, que recibe únicamente ocho horas de formación. Ni el pliego de 2017 ni contratos anteriores exigían cualificación profesional, pese a que el trabajo implica tratar con mujeres en situación de vulnerabilidad extrema.

Este fenómeno encarna lo que Lenin denunciaba en El Estado y la Revolución: que el Estado burgués utiliza mecanismos burocráticos para despolitizar y deshumanizar servicios públicos esenciales. Aquí, la atención a víctimas de violencia se reduce a una cadena de montaje digital, donde el sufrimiento humano se mide en tiempos de respuesta y eficiencia operativa.

¿Cómo funciona el sistema?

Las pulseras electrónicas son parte de un ecosistema tecnológico complejo. El dispositivo se coloca de forma segura en la muñeca o tobillo del agresor y está conectado mediante Bluetooth LE a un smartphone que debe llevar siempre consigo. Si ambos dispositivos se separan, se activa una alarma automática.

El teléfono, con una app preinstalada, envía datos de geolocalización vía GPS y aprovecha sensores como el acelerómetro o el giroscopio, además de escanear redes Wi-Fi cercanas para mejorar la precisión. Incluso ante pérdida de cobertura, el sistema almacena datos para su posterior transmisión, permitiendo reconstruir movimientos clave en investigaciones judiciales.

Por otro lado, la mujer protegida recibe una app en su móvil que emite alertas visuales, sonoras y vibratorias cuando el agresor se acerca. También cuenta con un botón de pánico que permite llamar directamente a emergencias mediante audio o videollamada. El centro COMETA también recibe la alerta y puede actuar coordinadamente con la policía, incluso sin intervención de la víctima.

En caso de caída de red, el sistema sigue funcionando dentro de un radio de hasta 200 metros en condiciones óptimas, gracias al Bluetooth LE.

Privatización, monopolio y resistencia al cambio

Desde 2009, el servicio estuvo gestionado por Securitas Direct, subcontratada por Telefónica. En 2019, cuando se convocó una nueva licitación, ninguna empresa presentó oferta, incluida la propia Telefónica, por «motivos económicos». El gobierno del PSOE, entonces liderado por Pedro Sánchez y con Carmen Calvo al frente de Igualdad, negoció una prórroga del contrato vigente, argumentando desacuerdos con las condiciones técnicas exigidas para modernizar el sistema.

La ministra Irene Montero heredó esta situación de monopolio privado, reconociendo públicamente que Telefónica y Securitas Direct mantenían una posición dominante en un servicio crítico financiado con fondos públicos.

Aquí resurge una idea central de Marx: que el capital no actúa por interés social, sino por acumulación. Y si no hay ganancia clara, el capital se retira, incluso cuando se trata de salvar vidas. La negativa a invertir en un sistema vital evidencia que, bajo el capitalismo, la seguridad de las mujeres no es un derecho, sino un negocio y cuando no renta, se abandona.

Un nuevo contrato, pero con sombras del pasado

En 2023, tras la aprobación de la Ley de Libertad Sexual (conocida como ley del solo sí es sí), que amplió el uso de pulseras a casos de violencia sexual, se adjudicó un nuevo contrato por 42,6 millones de euros, financiado parcialmente por fondos europeos, con duración de tres años y cobertura para 11.431 dispositivos.

El ganador fue una UTE formada por Vodafone y Securitas Seguridad España. Vodafone se encarga de la parte tecnológica: desarrollo de aplicaciones, plataformas de gestión y procesamiento de datos a través de su red Narrowband IoT, líder mundial en tecnología IoT. Securitas gestiona un centro de control exclusivo y altamente seguro, en colaboración con juzgados y cuerpos policiales.

Entre las novedades destacan dispositivos más resistentes, mayor autonomía de batería y, sobre todo, la posibilidad de unificar múltiples alertas en un solo teléfono, eliminando la necesidad de que las víctimas lleven varios dispositivos.

Este avance llega tras una larga batalla. Casos emblemáticos, como el de la superviviente de «La Manada», evidenciaron el fracaso del sistema anterior: tuvo que portar cinco teléfonos distintos, uno por cada agresor con orden de alejamiento, a pesar de que técnicamente era posible integrar todas las alertas en uno solo. Telefónica negó que fuera factible, aunque expertos en TIC y el propio gobierno afirmaron lo contrario. La negativa fue interpretada como una falta de voluntad para invertir en mejoras.

Como escribió Kollontai, “la revolución no está completa mientras la mujer siga siendo un campo de batalla”. Y en este caso, el campo de batalla no es solo el hogar o la calle, sino también el código, el servidor, la app: espacios donde el poder patriarcal y corporativo se entrelazan.

Pérdida de datos: una negligencia inaceptable

Durante la migración de sistemas de Telefónica a Vodafone, ocurrió un fallo gravísimo: se perdieron todos los registros de llamadas realizadas por las víctimas entre julio de 2023 y marzo de 2024, cerca de ocho meses de información.

Según reveló el Ministerio de Igualdad, Telefónica no realizaba copias de seguridad de estas comunicaciones, que incluían consultas sobre alarmas activadas, incidencias o solicitudes de ayuda. Aunque solo unas 46 mujeres realizaron este tipo de llamadas (el 1% de los 4.515 usuarios activos), esos registros eran cruciales.

En muchos procesos judiciales, estas conversaciones sirven como prueba cuando un maltratador incumple la orden de alejamiento. Su pérdida obligó a posponer juicios y retrasar medidas legales, afectando directamente a la seguridad y justicia de las víctimas.

Es un ejemplo claro de lo que Lenin entendía por “la podredumbre del Estado burgués”: un aparato técnico y administrativo incapaz de garantizar lo básico, porque prioriza contratos sobre derechos, empresas sobre personas.

Entre la instrumentalización política y la brecha de protección

Lo más grave no es solo la negligencia técnica o la mala gestión, sino cómo esta crisis ha sido instrumentalizada políticamente. Sectores conservadores y retrógrados han utilizado la noticia de la pérdida de datos para sembrar dudas sobre la eficacia del sistema, difundiendo mensajes como si las pulseras no funcionaran. Esto genera miedo innecesario entre las mujeres que dependen de ellas, cuando el problema no era el dispositivo, sino la gestión irresponsable de una empresa privada.

Además, existe una brecha alarmante: mientras hay cerca de 25.000 órdenes de alejamiento activas, solo 5.000 mujeres están protegidas con pulseras telemáticas. Es decir, miles de víctimas siguen sin acceso a una herramienta que podría salvarles la vida.

Hacia un sistema público, especializado y sostenible

El actual modelo financiado con dinero público, gestionado por empresas privadas y subcontratado repetidamente revela una falta de compromiso estructural con la protección efectiva de las mujeres. La tecnología, por muy avanzada que sea, no puede compensar la ausencia de políticas públicas sólidas, profesionales capacitados y recursos suficientes.

Como insistía Kollontai, “no se puede emancipar a la mujer dentro de una sociedad que la explota en lo económico y la oprime en lo social”. La solución no pasa por desconfiar de las pulseras, sino por reclamar un sistema público, transparente, especializado y sostenible, donde la seguridad de las mujeres no dependa de la rentabilidad de una compañía telefónica.

Mientras tanto, miles de mujeres siguen esperando que el Estado cumpla su promesa: protegerlas no con discursos, sino con hechos. Porque, como dijo Marx, “los filósofos han interpretado el mundo de muchas maneras; lo que importa es cambiarlo”. Y cambiarlo significa, hoy, garantizar que ninguna mujer tenga que elegir entre su vida y un sistema que falla.

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Lidia Falcón O’Neill es autora de numerosos artículos, que pueden consultarse en la siguiente dirección