La crisis que nos ahoga
Lidia Falcón – La crisis que nos ahoga – Público
La crisis que nos ahoga ahora es crónica, aunque los falsos y embellecedores discursos de nuestros dirigentes políticos, tanto del PP como del PSOE, hayan intentado que la ciudadanía crea ese eslogan de que España es la octava (a veces hasta la cuarta potencia industrial) del mundo.
Para comprender la situación que hoy padecemos es imprescindible hacer un repaso de la historia de nuestro país al menos de un siglo, cuando los republicanos trabajaban arduamente para lograr la proclamación de la II República. Siguiendo las enseñanzas y las luchas, que tantas víctimas causaron, de sus predecesores: liberales, masones, regeneracionistas, republicanos, socialistas más recientemente, exigieron el final de la monarquía que además de ser la cabeza de las mayores corrupciones que pervertían las libertades y la democracia, hundía económicamente el país.
Es sabido y repetido que en España no se ha realizado la revolución burguesa con la que Francia transformó Europa, y que tal circunstancia, denunciada y analizada por los más acreditados historiadores, nos ha mantenido en el atraso crónico que padecemos. Esa transformación política y económica, con tintes ya socializantes, imprescindibles en una época en que las organizaciones obreras eran muy fuertes y enormemente combativas, es la que pretendían realizar los republicanos de 1920.
Y en 1931 comenzaron la tarea. Y no solamente en los aspectos democráticos tan necesitados de implantación en una época en que los caciques imperaban en las dos terceras del suelo español y el amiguismo y el nepotismo decidían los gobiernos en las zonas urbanas, sino muy fundamentalmente en el reparto de la riqueza. En el artículo anterior recordaba el proyecto de protección de la Costa Brava de 1932 que estará enterrado en algún archivo histórico, sino destruido, pero no fue solo este el que elaboraron los economistas, ingenieros y políticos republicanos. Lo que la mayoría de nuestra población ignora es que la red de pantanos que inauguró Franco, con el triunfo que se atribuyó y que así se propaga todavía, era el plan de República para repartir más proporcionalmente el agua en las zonas necesitadas de ella. Los Saltos del Esla, en el río Duero, los inauguró Franco cuando habían sido construidos ya por el gobierno republicano.
De la misma manera, desde finales del siglo XIX cuando se nos arrebatan los restos del imperio, la burguesía y el socialismo español demandan una industria propia diversificada que no dependiera únicamente del textil catalán y de los Altos Hornos vascos. El intento del franquismo con aquel INI, de crear una industria nacional era un proyecto típicamente fascista –sería bueno que las jóvenes generaciones estudiaran el programa y las actuaciones tanto de Italia como de España en las épocas fascistas- y por tanto comido por la corrupción, la mala fabricación, los gastos desorbitados, pero fue nuestra minúscula industrialización en más de un siglo, que la democracia instaurada a partir de 1977, con los Pactos de la Moncloa, vino a destruir.
Un suplemento de Negocios de El País, titula provocadoramente: «El motor español se ahoga«, y explica que «el recorte de producción y las medidas proteccionistas por las crisis tienen un especial impacto en la industria nacional, que carece de centros de decisión propia». Para quien no esté familiarizado con la jerga económica, conocida únicamente por la secta que la utiliza, no sabrá qué significan esos «centros de decisión propia«. Quiere decir que España no posee ninguna patente de fabricación de automóviles ni de piezas de recambio. Todo lo que se produce en el campo del automóvil son concesiones de las grandes marcas de diversos países: Fiat italiana, Volkswagen y Mercedes alemanas, Ford americana, Renault francesa, Nissan japonesa, etc. etc, cuyos royalties naturalmente debemos pagar.
Nuestro pobre y torturado país únicamente parió el Biscuter para vergüenza nuestra. Y en consecuencia, la industria del automóvil en España vive hoy sus momentos más tristes, con miles de hombres y de familias ya desahuciados de su trabajo después de que los consejos de administración de las empresas, situados en París, en Berlín, en Roma y en Pekín, decidan cerrar las factorías españolas y llevárselas a otro país, donde sus gobernantes sean más generosos y sus trabajadores más desgraciados que los españoles.
Porque la Nissan, la primera que ha producido el escándalo, ha recibido del Gobierno español, es decir de todos nosotros, 1.200 millones de euros, confesados, para facilitarle la instalación de sus factorías. La desastrosa política económica de todos los gobiernos de la democracia ha sido la de atraer la presencia de esas marcas regalándoles los terrenos y los edificios, liberándolos de impuestos y subvencionándolos con miles de millones de euros. Para que crearan los empleos que el Estado es incapaz de crear.
El resultado está a la vista. Cuando tales empresas tienen dificultades, como está sucediendo con el parón del consumo a que nos ha conducido la pandemia, o simplemente cuando descubren que explotando a los filipinos o a los tailandeses les resultan más baratos los costes de producción, se van. Nos dejan a miles de trabajadores sin empleo, a miles de familias sin ingresos, y la contaminación que han ocasionado durante el tiempo de su producción en nuestros terrenos, que nunca han pagado.
No olviden, por favor, el desastre que la empresa Bolinden, sueca para más inri, que explotaba la mina de Aznalcóllar (Sevilla), dejó en el Coto de Doñana, del que a pesar de las promesas que realizó en la misma semana del desastre y con las que embaucó a la Junta de Andalucía, nunca nos resarció, porque, contando con la complicidad del poder judicial, muy atento a cumplir los deseos del Capital, los causantes de la catástrofe fueron absueltos de todas las demandas que se intentaron para que repararan los daños y pagaran las indemnizaciones debidas. La riada tóxica cogió desprevenida a la zona, después de que se rompiera una presa que tenía cinco millones de metros cúbicos de agua ácida y de metales pesados y que arrasó todo lo que había a su paso.
Mientras en 1998 El País publicaba una endulcorada crónica en la que aseguraba que la empresa se comprometía a reparar todos los daños, en 2010, es decir 12 años más tarde, informaba de que alrededor de 240 millones de euros costó a las administraciones frenar el vertido y reparar sus consecuencias. «Pero la empresa Boliden sigue, 10 años después, sin pagar ni un euro de aquella inversión y las administraciones continúan a la espera de que se resuelva el contencioso abierto contra los bienes de la empresa en Suecia,» explica la crónica.
Este es sistema que ha organizado el Capital en este mundo globalizado y del que parece que los políticos que nos gobiernan todavía no se han enterado. Deberían leer, al menos, el libro de Naomí Klein La doctrina del shock, ya que parece que nunca leyeron El Capital de Carlos Marx.
En el día hoy, lo que las páginas económicas nos informan es que la crisis se ceba con el sector de la automoción. Y añaden: «El cierre de Nissan evidencia la debilidad de carecer de centros de decisión propios». Es decir, ser dependientes de las multinacionales que se instalan provisionalmente en nuestro país, mientras les parece bien. Y la misma información añade, con todo descaro: «España tiene una baza: sus fábricas son más competitivas que las de otros países». Lo que no precisa, para conocimiento de desinformados, es que esa competitividad está basada en los bajos salarios y la falta de derechos de los trabajadores.
Nuestro país no tiene ninguna posibilidad, en las condiciones actuales económicas y de dependencia de las órdenes de la Comisión Europea, de crear sectores de producción propios. Y no solamente por esa sumisión que nos exigen nuestros tratados, sino también por el hundimiento de nuestra investigación, nuestras Universidades, nuestro pensamiento. Desde que han desaparecido las generaciones de pensadores e investigadores que sobrevivieron a la debacle franquista y que intentaron mantener un decente rigor científico en nuestros centros educativos, el nivel de la investigación española es ínfimo.
Baste como dato que el Foro Económico Mundial sitúa a España en pensamiento crítico en el puesto 101 respecto a 140 naciones. Aquel que crea que manteniendo la misma forma de Estado y el mismo sistema político, constitucional, económico y educativo, España puede resucitar de su postración actual, que pierda toda esperanza.
Claro, que como explicaba en mi artículo anterior, podremos sobrevivir con el turismo.
2 de junio de 2020
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Lidia Falcón O’Neill es autora de numerosos artículos, que pueden consultarse en la siguiente dirección